Esta exposición pretende dar rostro a las personas con discapacidad intelectual, que han sido excluidas de la historia. Éstos niños y adultos no han formado parte de la tradición oficial, no han influido de una forma visible en el devenir de la historia y ni siquiera nos han quedado de ellos las mínimas noticias de su paso por el mundo. Pero así como los fragmentos desprendidos de una estrella fugaz forman su estela luminosa, ellos han iluminado los ámbitos íntimos de la sociedad: en la intimidad de las familias y en la vida privada de los hombres. En algunos casos han participado de una manera consistente en la esfera emocional de los grupos a los que pertenecieron. Otras veces, sin embargo, aislados de la sociedad, nos han dejado el eco de su esfuerzo por sobrevivir, por mantener su dignidad, lo que constituye un ejemplo y una lección irrenunciable para la sociedad actual.
Siempre relegados de la esfera pública y de la sociedad que fabrica de modo interesado sus estándares de aptitud y competencia, las personas con discapacidad han jugado un papel silencioso en la biografía de muchas comunidades. Sin voz, sin rostro, han desaparecido de la historia oficial. Nadie los recuerda, pero han dejado un rastro luminoso tras ellos. Fue un rastro que humanizó a sus contemporáneos, los que tuvieron la fortuna de estar cerca de ellos y pudieron enriquecerse con su compañía. Un rastro que esta exposición pretende reavivar para que siga iluminando y así ejerza esa misma influencia en nosotros.
De su interior emana algo profundamente enraizado en la cultura, cuando se les da la posibilidad de compartir, de pertenecer a una estructura social, son capaces de interiorizar los valores más profundamente humanos de la cultura, quizá sean estos valores los únicos que tienen el derecho de ser llamados "Civilización". Valores que constituyen el núcleo estable de cada individuo, el ámbito común de todos los seres humanos, aquel lugar en el que reposa y en el que se puede cobijar la humanidad. Y ellos los transmiten de una manera ejemplar, ya que descartan toda la sofisticación de un conocimiento- al que no pueden tener acceso- vinculado a la suficiencia y a la competitividad, que solo define a una sociedad que desconfía de si misma y que busca en la optimización de sus recursos la validación de sus principios. Todos nuestros prejuicios hacia las capacidades que estas personas pueden desplegar para jugar un papel en la historia se podrían revisar a la luz de este concepto de “Civilización”, y así quizás seriamos capaces de reorganizar nuestras prioridades a la hora de configurar un futuro en el que el individuo, cualquier individuo discapacitado o no, pueda desarrollarse sin las obstáculos que nuestra arrogancia nos ha impuesto.
Cada uno de estos cuadros reclama un lugar en nuestra memoria, nos quiere decir algo particular. Como individuos nos preguntan, pero también nos exigen su propio espacio, reclaman un papel en la sociedad. No el que esta está dispuesta a ofrecerles, sino el que ellos mismos quieran tomar: para eso es necesario que construyamos conjuntamente un espacio más amplio en el que haya un lugar para cada uno de nosotros.
El concepto de discapacidad intelectual está vinculado a la cruel teoría evolucionista de la adaptación al medio, sin embargo olvidamos que este medio lo deberíamos transformar para adecuarlo a nuestras necesidades y lo que paradójicamente ha sucedido es que nuestro espacio cada vez se está convirtiendo en un lugar más hostil para todos. Es aquí en donde ellos pueden ofrecernos algo, enseñándonos las verdaderas raíces de la sociedad, una sociedad amplia, basaba en principios de integración, de armonía con lo que nos rodea, de respeto a todos y a todo. El lugar que el hombre debería ocupar en el mundo quizá esté mucho más cerca de su actitud y de esas otras capacidades que ellos poseen, que ligado a un concepto de progreso desenfrenado, centrado en la instrumentalización de unos por otros en medio de una desconcertante falta de sabiduría.
Sus rostros, sus miradas, su manera de estar en este mundo son un misterio, y ahí radica su grandeza, es el misterio de cualquier ser humano pero que en este caso particular, se nos escapa aún más al haber hecho la empatía dependiente de la inteligencia. Hemos eliminado nuestra capacidad de acercarnos a su interior, de penetrar en sus singularidades, al estar acostumbrados a poner barreras utilizando el Coeficiente Intelectual como unica dimensión de valoración y olvidando la enriquecedora complejidad del individuo.
Marcan el límite sobre lo que se puede decir de la persona, son la frontera más evidente para la razón, ante ellos nuestro discurso se desmorona, pierde su sentido y se torna incluso grotesco para los que se atreven a clasificarlos. Ante su mirada cualquier tentación de imponer nuestras cualidades sobre ellos se convierte en un vil intento de control. Por eso no debemos predecir sus posibilidades, sino que sean ellos mismos los que vallan interpretando su porvenir, tendríamos que dejar abiertos sus destinos, nadie debería de aventurarse a definirlos, , a ponerlos bajo el poder de la razón. Entonces, si conseguimos guardar silencio, sólo quedará el compromiso.
Álvaro Galmés Cerezo. Marzo de 2009
1 comentario:
Fantástico Álvaro... y los otros retratos de la Salpêtrière son todavía mejores. Me recuerdan mucho el trabajo de Carlos García-Alix, uno de nuestros artistas favoritos. Enhorabuena y gracias por descubrirnos tu Kraus. Un abrazo!
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